Educar en el colapso: pedagogía, poder y populismo en la era del desconcierto
I. Introducción: Aprender a aceptar el mundo… ¿o a transformarlo?
En un tiempo marcado por la aceleración tecnológica, el agotamiento de los recursos naturales, el descrédito de las instituciones y el auge de los autoritarismos, la sociedad occidental parece haber perdido la capacidad de pilotar su propio destino. Perpleja ante una cascada de transformaciones que se suceden a ritmo vertiginoso, su sistema educativo —que debería ser brújula y motor de cambio— parece más bien haber sido colonizado por una lógica de adaptación, despolitización y resignación.
Desde las reformas pedagógicas posteriores al Mayo del 68, particularmente en países de Europa Occidental y América del Norte, la educación ha priorizado competencias como la empatía, la resiliencia o la flexibilidad. Si bien este enfoque no se ha adoptado de forma universal, en estos contextos ha predominado una orientación hacia el desarrollo emocional y adaptativo del alumnado, en detrimento de una formación política y crítica más estructurada. Lo que inicialmente fue una reacción contra formas autoritarias y disciplinarias de enseñanza, ha derivado en una pedagogía emocional centrada en la contención de conflictos, el autocuidado y la gestión del malestar. En apariencia humanista, este modelo ha producido subjetividades dóciles, autorreferenciales y desvinculadas políticamente.
¿Es posible que esta pedagogía de la adaptación haya contribuido, paradójicamente, a la conservación del status quo? ¿Y que, en su fracaso para generar sujetos críticos, haya abierto el camino a la irrupción de los populismos?
II. La pedagogía emocional como tecnología de poder
Autores como Michel Foucault (Vigilar y castigar) y Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio) han descrito con agudeza cómo las formas de poder contemporáneas ya no operan por represión sino por interiorización: no prohíben, sino que inducen a autorregularse; no castigan, sino que orientan hacia la autooptimización. En este contexto, la escuela ha dejado de ser el espacio del conflicto, del debate y del pensamiento crítico, para convertirse en un espacio terapéutico.
El alumno ideal hoy no es el que cuestiona o transgrede, sino el que se adapta, se gestiona emocionalmente y acepta la realidad sin intentar transformarla. Por ejemplo, en muchos programas educativos actuales —como los basados en el enfoque socioemocional promovido por instituciones como la OCDE (The Future of Education and Skills: Education 2030) o el CASEL en Estados Unidos— se priorizan actividades de mindfulness, gestión emocional y resolución pacífica de conflictos personales, mientras se reduce el tiempo dedicado a debatir cuestiones estructurales, históricas o políticas. En algunos currículos escolares de países como Finlandia (Sahlberg, Finnish Lessons) o Reino Unido (Ofsted, Education Recovery Support), estas prácticas han sido integradas como parte del desarrollo competencial, aunque su efecto depende del equilibrio que se logre con contenidos críticos y cívicos más robustos. La resiliencia, convertida en virtud cívica, desplaza a la lucha; la empatía, al pensamiento; la flexibilidad, a la convicción.
Este nuevo régimen pedagógico no es inocente: genera sujetos emocionalmente gestionables, pero políticamente impotentes. Como diría Gramsci, se trata de una hegemonía que no solo domina, sino que organiza los afectos y los sentidos comunes.
III. Populismo, perplejidad y despolitización
La proliferación de movimientos populistas en el escenario político contemporáneo debe ser leída no tanto como una anomalía coyuntural, sino como un síntoma estructural de una crisis de representación que hunde sus raíces en procesos educativos de larga duración. Lejos de constituir una mera reacción irracional frente a las complejidades de la globalización, el populismo —en sus múltiples versiones— emerge como una lógica de articulación discursiva que responde a un vacío ontológico en el campo de lo político (Laclau, 2005), amplificado por una pedagogía que ha desactivado sistemáticamente la capacidad de los sujetos para comprender, interpelar y transformar las condiciones de su existencia.
En este sentido, la pedagogía emocional, al desplazar el eje de la formación hacia la gestión individual del malestar y el cultivo de habilidades adaptativas, ha contribuido inadvertidamente a erosionar el imaginario democrático. En lugar de ofrecer marcos interpretativos que permitan inscribir la experiencia del sufrimiento en estructuras sociohistóricas más amplias, ha favorecido la interiorización de la impotencia como destino subjetivo. El resultado es una ciudadanía sentimental, políticamente desarmada, proclive a externalizar la culpa y a buscar soluciones identitarias, inmediatas y performativas a problemas que exigen mediación, conflicto y complejidad.
El descrédito de los grandes relatos, la descomposición del contrato social y la tecnologización del espacio público han hecho el resto: en el vacío dejado por la retirada del pensamiento crítico, prosperan figuras de autoridad que prometen restaurar un orden perdido, encarnando afectos primarios como la nostalgia, la rabia o el miedo. No es casual que, como ha señalado Chantal Mouffe (2005), la hegemonía neoliberal haya preferido una educación centrada en la eficiencia, la autoayuda y la resiliencia, antes que una formación orientada al disenso democrático y a la deliberación plural. La política, convertida en administración, ha expulsado el conflicto del aula; el populismo, al reapropiarse de él sin mediaciones, lo devuelve en forma de pulsión.
La subjetividad moldeada por esta pedagogía del colapso —resiliente pero sin horizonte, empática pero sin proyecto— se convierte así en terreno fértil para el populismo de derecha: no tanto por convicción ideológica como por necesidad de afecto, pertenencia y sentido. La escuela, al abdicar de su función emancipadora, no solo ha fracasado en anticipar esta deriva, sino que ha participado activamente en su gestación.
IV. ¿Qué hacer? Por una pedagogía de la resolución de problemas
Ante este panorama, las soluciones no son simples. La primera —y más urgente— pasa por una reforma profunda del sistema educativo. No para volver a modelos autoritarios, sino para recuperar la politicidad de la educación mediante una pedagogía orientada a la resolución de problemas. Este enfoque parte de una concepción del ser humano no como receptor pasivo de saberes, ni como consumidor adaptativo de competencias, sino como sujeto ético-epistémico en constante búsqueda de sentido, justicia y transformación.
Desde un punto de vista epistemológico, la pedagogía de la resolución de problemas rompe con la fragmentación disciplinar heredada de la modernidad ilustrada. No concibe el conocimiento como un conjunto de contenidos acumulativos, sino como una práctica situada, transdisciplinar y orientada a la intervención en el mundo. Problematizar implica articular saberes diversos —científicos, históricos, filosóficos, técnicos— en torno a una situación compleja, atravesada por tensiones de poder y dilemas éticos. En este sentido, enseñar deja de ser transmitir información y pasa a ser habilitar contextos de indagación colectiva donde el aprendizaje surge del conflicto, la incertidumbre y la deliberación.
Desde una dimensión ética, esta pedagogía reconoce que todo problema relevante encarna valores, disputas de sentido y afectaciones concretas. No se trata solo de resolver de forma eficaz, sino de deliberar sobre lo deseable, lo justo, lo viable. La escuela, entonces, no puede escindirse de las preguntas morales: ¿qué debemos preservar?, ¿qué estamos dispuestos a cambiar?, ¿qué mundo queremos habitar? Una educación orientada a problemas no es instrumental ni tecnocrática, sino profundamente normativa: forma ciudadanos que piensan en términos de consecuencias, responsabilidades y horizontes compartidos.
Desde una perspectiva práctica, esto se traduce en currículos construidos a partir de proyectos interdisciplinares, donde el alumnado trabaje sobre desafíos reales de su comunidad —como la gestión del agua, la crisis habitacional, la exclusión social o la emergencia climática— y elabore hipótesis, recoja evidencias, dialogue con actores sociales y proponga alternativas. El docente, en este marco, deja de ser un mero transmisor o facilitador emocional para asumir el rol de intelectual mediador, alguien que introduce categorías de análisis, confronta perspectivas, estimula la argumentación y sostiene la tensión entre el saber establecido y el saber por venir.
Esta pedagogía exige, además, una reorganización institucional: horarios flexibles, evaluación formativa, vínculos con el entorno social, participación de colectivos no escolares, y una cultura escolar centrada en la cooperación, la autonomía y la responsabilidad compartida. Implica repensar los espacios —más allá del aula— como escenarios de experiencia y de sentido: talleres, huertos, laboratorios ciudadanos, plataformas digitales, centros de memoria. Se trata, en suma, de reconfigurar la escuela como un ecosistema cívico-pedagógico, enraizado en lo local pero abierto a lo global, donde la formación no sea preparación para un futuro abstracto, sino ejercicio presente de ciudadanía activa.
Educar para la resolución de problemas significa, por tanto, dotar al alumnado de herramientas cognitivas, afectivas y políticas para actuar sobre el mundo desde una mirada lúcida y transformadora. Significa enseñar no solo a adaptarse, sino a imaginar, construir y disputar futuros. En lugar de gestionar emocionalmente el malestar, se trata de comprender sus causas y afrontarlas mediante el conocimiento, la colaboración y la acción colectiva.
La segunda vía —complementaria— es la activación de nuevas formas de participación política mediante herramientas digitales de democracia deliberativa. Pero esta participación no puede limitarse a votaciones instantáneas: debe estar anclada en procesos formativos, en una ciudadanía reflexiva y crítica, capaz de articular intereses diversos y sostener decisiones informadas. Aquí también la escuela tiene un papel insustituible como espacio de ensayo democrático, donde se aprende a disentir sin destruir, a escuchar sin subordinarse, y a convivir sin claudicar en la propia dignidad.
El problema, sin embargo, es que ni las élites políticas ni los populismos emergentes están interesados en esta transformación: unos porque el sistema actual les garantiza su reproducción, los otros porque se alimentan de su fracaso. Por eso, como suele ocurrir en la historia, puede que solo una crisis mayor —económica, ecológica o civilizatoria— fuerce el surgimiento de una nueva conciencia colectiva.
Pero esa conciencia no emergerá espontáneamente. Requiere mediaciones pedagógicas, anclajes institucionales y sujetos capaces de sostenerla en el tiempo. Por eso, educar hoy es, más que nunca, un acto estratégico: no sólo enseñar a pensar, sino a resistir, a imaginar y a actuar en el borde mismo de lo posible.
Epílogo: Fundaciones para después del tiempo
En la monumental saga de Isaac Asimov, el matemático Hari Seldon, al prever el colapso del Imperio Galáctico, concibe una arquitectura intelectual destinada no a impedir la catástrofe, sino a acortar la duración del caos posterior. Su plan no se funda en el voluntarismo ni en la nostalgia, sino en la lucidez estratégica: comprender que, en ciertos umbrales históricos, la tarea no es salvar el presente, sino sembrar las condiciones de posibilidad de un porvenir aún no visible. De ahí el nombre de su proyecto: la Fundación. Un santuario de conocimiento, ciencia y memoria para resistir el embate de la barbarie y mantener vivo el hilo de la inteligencia colectiva.
Hoy nos enfrentamos a un umbral semejante. Entre el agotamiento de los relatos modernos y el retorno de las pasiones tristes, entre la hipertrofia del individuo y el eclipse de lo común, se abre una grieta que no es solo educativa, sino ontológica: la fractura entre el mundo que desaparece y el mundo que aún no nace. En ese interregno, como advertía Gramsci, proliferan los monstruos. Pero también pueden surgir gestos fundacionales: actos que, sin prometer la salvación inmediata, cultivan el sentido de lo posible.
Educar en el colapso no es enseñar a sobrevivir entre ruinas, sino a preservar el fuego. Implica comprender que cada aula puede ser un laboratorio de resistencia civilizatoria; que cada comunidad de aprendizaje puede devenir una célula germinal de otra forma de estar en el mundo. No se trata de formar técnicos adaptativos ni sujetos emocionalmente gestionables, sino ciudadanos epistémicamente emancipados, capaces de leer las condiciones del presente con mirada genealógica y de imaginar alternativas con voluntad política.
Frente a la pedagogía de la resignación, proponemos una pedagogía estratégica, arraigada en la praxis y orientada a la transformación. Una pedagogía que no teme al conflicto, porque reconoce en él la condición misma de la política; que no aísla el conocimiento del deseo, ni la ética de la inteligencia; que sabe que la educación no es nunca neutral, y que cada silencio curricular es también una forma de violencia.
Tal vez la historia no nos ofrezca la oportunidad de evitar el derrumbe, pero sí la de organizar su tránsito. Como Seldon, debemos imaginar nuestras propias fundaciones: redes de pensamiento autónomo, comunidades deliberativas, pedagogías de frontera. No para restaurar un pasado clausurado, sino para cuidar —en palabras de Heidegger— la morada del ser, allí donde aún no tiene casa. No para salvarnos, sino para sostener la memoria de lo humano mientras dure la noche, y para que, en alguna aurora futura, alguien encuentre intacta la promesa de lo que pudimos haber sido.
Referencias sugeridas para ampliar el marco:
- Michel Foucault, Vigilar y castigar. Base teórica para comprender el papel disciplinario y normalizador de las instituciones educativas.
- Paulo Freire, Pedagogía del oprimido. Propuesta clave para una educación liberadora y crítica.
- Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio. Crítica contemporánea a la autoexplotación y sus vínculos con la pedagogía emocional.
- Jacques Rancière, El maestro ignorante. Alternativa a los modelos pedagógicos jerárquicos; potencia la emancipación del alumno.
- Ernesto Laclau, La razón populista. Clave para entender los mecanismos discursivos del populismo actual.
- José Antonio Marina, Despertad al diplodocus. Referencia directa para la propuesta de pedagogía de resolución de problemas.
- Nancy Fraser, La justicia interruptus. Aporta una visión crítica sobre las injusticias culturales y sociales que atraviesan la educación.
- Ivan Illich, La sociedad desescolarizada. Crítica radical al sistema escolar como forma de control social.
- Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro. Reflexiones profundas sobre la autoridad, la tradición y el papel de la educación en el mundo moderno.
- OCDE (2018), The Future of Education and Skills: Education 2030. Documento de referencia sobre las competencias que se promueven en los sistemas educativos actuales.
- Sahlberg, Pasi (2011), Finnish Lessons. Ejemplo práctico de un modelo educativo equilibrado entre bienestar emocional y pensamiento crítico.
- Ofsted (2021), Education Recovery Support. Documento clave para entender el papel de la resiliencia y el bienestar emocional en los sistemas escolares del Reino Unido.
- Isaac Asimov, Fundación. Alegoría literaria poderosa sobre el papel del conocimiento, la estrategia y la educación ante el colapso de las estructuras sociales.
- Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo. Reflexión filosófica sobre el cuidado del ser y el papel fundacional del pensamiento.
- Maslowski, R. et al. (2021), Civic Education and Populism. Investigación reciente que relaciona directamente la falta de formación cívica con la vulnerabilidad ante el populismo.