La libertad domesticada: sobre la obesidad, las pantallas y la educación en ruinas.


Vivimos en un tiempo paradójico. La mitad de la humanidad sufre enfermedades graves derivadas del sedentarismo y el sobrepeso, mientras la otra mitad apenas accede a una alimentación digna. Cada año desperdiciamos un tercio de los alimentos producidos en el planeta —suficientes para alimentar a 2.000 millones de personas— y, sin embargo, millones mueren de hambre. Nunca tuvimos tanto conocimiento ni tantas posibilidades y, sin embargo, algo falla en el corazón mismo de nuestras sociedades.

Ese algo es, quizá, nuestra manera de entender la libertad.


En las sociedades occidentales, formalmente libres, nadie nos obliga a comer mal, a movernos poco o a entregarnos al consumo pasivo de imágenes. Lo elegimos. Pero ¿lo elegimos realmente? O mejor dicho, ¿con qué herramientas decidimos?


Vivimos dentro de un sistema que ha convertido la manipulación emocional y conductual en ciencia aplicada. Plataformas digitales, industria alimentaria, redes sociales, entretenimiento algorítmico: todo está diseñado para colonizar nuestros mecanismos más primarios, ofreciendo dopamina inmediata a cambio de docilidad a largo plazo. En este escenario, el enemigo no es un dictador ni una ideología externa, el enemigo es el deseo mal educado, la atención secuestrada, la voluntad atrofiada.

Pero hay una estructura que, en teoría, debería protegernos de todo esto: la educación. Y sin embargo, la educación está perdiendo la partida.


¿Por qué?

Se pueden barajar tres hipótesis complementarias:

1. La educación está anticuada

Opera con lógicas del siglo XIX en un mundo que ya ni siquiera responde a las del XX. Pretende formar sujetos críticos con sistemas curriculares diseñados para repetir, memorizar y obedecer. Habla en voz baja en un mundo que grita.

2. Tiene un fallo de diseño

Su función original no fue la emancipación, sino el disciplinamiento. Nació para producir trabajadores útiles e integrarlos en los esquemas sociales existentes, no espíritus libres. Y ese sesgo fundacional aún se arrastra.

3. Es cómplice sin saberlo

Mientras enseña “pensamiento crítico”, muchas veces sólo entrena la conformidad. Sin quererlo, reproduce las lógicas que dice combatir. Y en el fondo, no enseña a vivir, enseña a rendir.


Entonces, ¿el problema está en el sistema o en el cerebro?

Ambos. El sistema construye un entorno adictivo, y el cerebro —evolutivamente programado para sobrevivir en la escasez— cae una y otra vez en sus trampas. Pero hay un tercer vértice en esta geometría del desastre: la ausencia de una educación verdaderamente liberadora.


Tuvimos una oportunidad: la Institución Libre de Enseñanza, pero la desaprovechamos

Fundada en 1876 por Giner de los Ríos y otros krausistas expulsados de la universidad, la ILE nació con una misión revolucionaria: formar personas éticas, sensibles y autónomas. No ciudadanos útiles, sino seres humanos plenos. Rechazaba el dogma, promovía el arte, la ciencia, la contemplación de la naturaleza. Apostaba por la libertad de cátedra, el pensamiento crítico y la educación integral.

Fracasó. No porque se equivocara, sino porque el mundo no estaba —y quizá aún no está— preparado para una educación de esa magnitud. El sistema dominante exige obediencia, no libertad. Y cuando aparece una pedagogía que apunta a lo alto, se la arrincona o se la destruye.

Pero el fracaso no invalida el intento. Como toda obra visionaria, la ILE plantó semillas. Influyó en generaciones, inspiró la pedagogía republicana, y hoy sigue latiendo en quienes creen que educar no es instruir sino despertar.


¿Y ahora qué?

Quizá ha llegado el momento de recuperar aquel impulso. De repensar la educación no como un complemento social o una vía hacia el empleo, sino como la última trinchera frente a la decadencia disfrazada de confort.

Educar hoy debería significar:

  • Enseñar a resistir la manipulación emocional
  • Comprender el funcionamiento del cerebro y del algoritmo
  • Desarrollar criterio en medio de la saturación informativa
  • Redescubrir el cuerpo, el silencio, el arte, la palabra verdadera

No será rentable. No será masivo. No será fácil. Pero quizá sea la única forma de que esta libertad nuestra, domesticada por la abundancia, vuelva a parecerse a lo que alguna vez soñamos que fuera.