CARTA ABIERTA A LA JUVENTUD EUROPEA

Convidados de piedra en la partida geopolítica del siglo XXI

Querida juventud:

Las calles deberían estar llenas de vuestra presencia, de pancartas y voces que reclamaran a los políticos lo que resulta más esencial: acuerdos que eviten la guerra. Y, sin embargo, permanecen vacías. Esa es la imagen que estremece: una Europa que se asoma al borde del conflicto mientras sus plazas guardan silencio.

No siempre fue así. En los años sesenta, la juventud marchaba contra la guerra de Vietnam; en los ochenta, millones de jóvenes europeos se manifestaban contra los euromisiles. Aquellas generaciones comprendían —como recordó Eric Hobsbawm— que el siglo XX había sido “el siglo de la violencia” y que la presión ciudadana podía frenar a los gobiernos en su deriva bélica. Vosotros, en cambio, parecéis ausentes del debate más decisivo de vuestro tiempo.

La paradoja es brutal: sois quienes más perderéis si la guerra regresa a Europa. Sois los que llenaréis las listas de movilizados, los que veréis quebrarse proyectos vitales que apenas empiezan, los que deberéis reconstruir sociedades devastadas. Y, sin embargo, estáis en silencio.

Sé que hay razones. Habéis crecido en el espejismo de la paz, creyendo que la guerra era un asunto de manuales de historia o de tierras lejanas. Estáis atrapados en la precariedad del presente: contratos temporales, alquileres imposibles, futuro incierto. Como escribió Byung-Chul Han, la sociedad del rendimiento os convierte en empresarios de vosotros mismos, agotados en la gestión de la supervivencia, incapaces de proyectaros hacia lo común. Además, habéis aprendido a desconfiar del discurso oficial, percibido como un teatro de intereses ajenos. Pero nada de eso os libra de la responsabilidad de actuar.

Y aquí debo ser claro: un “no a la guerra” radical, abstracto, que no distingue entre agresores y agredidos, solo fortalece a los dictadores. Decir simplemente “toda guerra es mala” equivale a ponerse de perfil ante la injusticia, a favorecer al invasor. El verdadero “no a la guerra” debe señalar a quien la inicia, debe denunciar a quien agrede, debe exigir que la presión recaiga sobre el agresor y no sobre la víctima.

Tampoco sirve una protesta selectiva, que enciende las calles solo para algunas causas y calla ante otras. Se grita contra Israel en nombre de Palestina —y en ocasiones eso termina beneficiando a los terroristas de Hamas—, pero se guarda silencio frente a la opresión brutal de los talibanes en Afganistán o ante las masacres de milicias en media África. Esa incoherencia debilita vuestra voz y convierte el pacifismo en un gesto vacío.

La auténtica ética de la paz no puede ser parcial ni complaciente: debe ser universal. Como escribió Hannah Arendt, la política es el espacio donde decidimos en común sobre nuestra supervivencia. Y sin vuestra participación, ese espacio se reduce hasta desaparecer.

Querida juventud: no os resignéis al silencio. Recordad que no hay lucha climática, ni igualdad de género, ni defensa de derechos que pueda sobrevivir a la devastación de una guerra. Volved a ocupar las calles, no para reclamar lo accesorio, sino para lanzar el grito más esencial de todos: no a la guerra, no a los agresores, sí a la paz justa.

Hoy las plazas están vacías. Pero la historia enseña que el silencio nunca protege a nadie. Si no se llenan de voces ahora, quizá mañana solo queden escombros donde manifestarse.