La desmemoria digital: cómo se blanquea una dictadura ante la indiferencia de una generación



Hay algo profundamente inquietante en la España contemporánea: la memoria colectiva se está vaciando más rápido que nunca, mientras las redes sociales llenan ese vacío con fragmentos de propaganda emocional. En este hueco —donde antes había experiencia, relatos familiares y vida vivida— ahora crecen narrativas falsas, simplificadas, cómodas. Y entre ellas destaca una: la banalización del franquismo, una forma de nostalgia prefabricada que se despliega con eficacia quirúrgica entre quienes no conocen el peso real de la palabra “dictadura”.

No es un debate historiográfico. Es un síntoma cultural. Y como todo síntoma, revela una enfermedad más profunda: la desconexión radical entre una generación que habita el presente absoluto y un pasado que ya no sabe interpretar.

1. La memoria histórica como ruina cultural

España confió demasiado en que el tiempo curaría las heridas y preservaría el recuerdo. Pero el tiempo no conserva nada por sí mismo: solo oxida. Y lo oxidado, tarde o temprano, se quiebra.

La dictadura quedó relegada al final del temario escolar —ese lugar donde nunca se llega—, la cultura popular se refugió en una Transición idealizada, y la esfera pública perdió su interés por el pasado profundo. Como escribió Marc Bloch, “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”. Y esta ignorancia, convertida en rutina, abrió un espacio fértil para la tergiversación.

2. Ignorancia estructural, no generacional

No es justo culpar a los jóvenes de ignorancia cuando el ecosistema que los forma está diseñado para no enseñarles historia. No es que no quieran saber; es que no están recibiendo herramientas para comprender. Se han educado en un universo saturado de estímulos rápidos pero pobre en profundidad, donde cada fragmento de información flota sin contexto.

Por eso no sorprende —aunque sí alarma— que algunos no sepan si Franco gobernó en el siglo XIX o en el XX. Esa confusión no es trivial: es la metáfora perfecta de la desvinculación temporal que caracteriza nuestra época.

3. El algoritmo y la antipolítica

Las redes sociales premian la emocionalidad sobre la verdad, la velocidad sobre la reflexión, la provocación sobre el análisis. No buscan educar al ciudadano; buscan retener al usuario. Y en esa lógica mercantil, la historia queda reducida a un recurso ornamental.

Los vídeos que ensalzan el franquismo funcionan porque ofrecen certezas instantáneas:
Antes había orden.
Antes se vivía mejor.
Antes no había corrupción ni inmigración.

La historia real, con sus matices, silencios y responsabilidades, no cabe en un clip de 15 segundos. La mentira, en cambio, sí.

4. El mito del dictador eficiente

La figura de Franco reaparece hoy envuelta en el barniz del falso pragmatismo: el mito del líder fuerte, inquebrantable, paternalista, que “ponía orden”. Este mito es tan antiguo como la política misma. En tiempos de incertidumbre, la democracia —con sus lentitudes, contradicciones y debates infinitos— se vuelve un paisaje incómodo. Y en esa incomodidad puede florecer la tentación autoritaria.

Pero no hay mito más peligroso que el del déspota eficaz. Si algo demuestran las décadas del franquismo es que la eficiencia autoritaria es un espejismo. Bajo la apariencia de orden se escondía un país empobrecido, aislado, reprimido, intelectualmente asfixiado. Nada de eso entra en la estética minimalista de TikTok, pero sí en la vida de quienes lo padecieron.

5. Lo que realmente está en juego: el regreso de los reaccionarios que hablan el lenguaje de la democracia

Lo inquietante no es solo que el franquismo se banalice.
Lo inquietante es el contexto internacional en el que ocurre.

Vivimos un tiempo en el que los reaccionarios han aprendido a hablar el idioma de la democracia, a manipular sus símbolos y a pervertir sus procedimientos. El autoritarismo ya no llega con botas ni uniformes, sino envuelto en traje, eslóganes y urnas.

Donald Trump construyó su ascenso sobre una idea tóxica pero eficaz: la democracia solo es legítima si él gana. Su retórica —plebiscitaria, emocional, maniquea— transforma a la ciudadanía en hinchada y convierte la política en espectáculo tribal.
Viktor Orbán, desde Hungría, perfecciona un modelo aún más sofisticado: una autocracia electoral donde se vota, sí, pero sin pluralismo real y sin prensa libre. Todo ello bajo el rótulo engañoso de “democracia iliberal”, una expresión que equivaldría —como ironizaba Isaiah Berlin— a “círculo cuadrado”.

La lista continúa:

  • Erdogan, maestro en subordinar instituciones mientras mantiene el ritual electoral.
  • Bolsonaro, que juega a la nostalgia militar.
  • Fico, que juega a europeísta mientras se alinea con los intereses de la dictadura rusa.

Todos comparten algo:
reivindican la democracia mientras la vacían de sustancia.

Por eso el blanqueamiento del franquismo no es un capricho histórico: es parte del mismo movimiento. No se vuelve a Franco; se vuelve a la lógica que Franco encarnaba. Una lógica donde el poder no rinde cuentas, donde la legalidad se pliega al líder, donde la historia se reescribe para justificar el presente.

Como advirtió Hannah Arendt, “todo totalitarismo comienza destruyendo los hechos”.
Hoy, no se destruyen quemando archivos, sino inundando las redes de falsedades que compiten por atención.

6. ¿Qué hacer? Recuperar la densidad del tiempo

La respuesta no puede ser solo la indignación moral. La indignación sin pedagogía es otra forma de ruido. Necesitamos reconstruir un relato democrático que devuelva al pasado su densidad, que explique sin imponer, que conecte sin simplificar.

  • Contar historias reales.
  • Recuperar testimonios.
  • Incorporar la historiografía seria a la conversación pública.

Enseñar a los jóvenes a leer críticamente, a sospechar de la simplificación, a reconocer los mecanismos del poder.

La historia no es un museo de horrores, sino un manual de navegación en tiempos turbulentos.

Conclusión

El blanqueamiento del franquismo no es una anécdota ni un desliz generacional: es una alerta temprana. Cuando un país confunde libertad con capricho, orden con obediencia, democracia con espectáculo, abre la puerta a los vendedores de soluciones simples. Y ellos siempre están dispuestos a ocupar el vacío.

La tarea de nuestro tiempo es defender la memoria sin caer en el dogma, y defender la democracia sin caer en la ingenuidad.
Porque, como escribió Primo Levi, “sucedió, por tanto puede volver a suceder”.
No volverá con el mismo rostro, ni con el mismo nombre, ni con los mismos emblemas.
Volverá —si no estamos atentos— disfrazado de normalidad.

Por Regreso a Ítaca