Cambiar el campo de juego: liberalismo, radicalismo y el fin del Estado suficiente





Hay momentos históricos en los que las categorías políticas dejan de describir la realidad y empiezan a ocultarla. La insistencia contemporánea en leer el conflicto político a través del eje izquierda–derecha pertenece a esa clase de errores persistentes: marcos conceptuales agotados que sobreviven por inercia mientras el mundo que pretendían ordenar se disuelve. 

No asistimos simplemente a un giro electoral ni a una crisis de liderazgo. Estamos ante una mutación estructural del espacio político, y su incomprensión explica el declive simultáneo de las izquierdas y derechas moderadas en buena parte del mundo occidental. 

I. 2008: la fractura del tiempo histórico 
La crisis financiera de 2008 no fue solo un colapso económico; fue una ruptura temporal. Hasta entonces, las democracias liberales europeas descansaban sobre una promesa implícita: el futuro sería mejor que el pasado. No necesariamente más justo, pero sí más próspero. Esa expectativa articulaba la legitimidad del sistema. 

Cuando los Estados acudieron al rescate del sistema financiero mientras socializaban las pérdidas y privatizaban los beneficios, esa promesa se quebró. El ascensor social se detuvo. El esfuerzo dejó de garantizar movilidad. El tiempo histórico dejó de ser progresivo y pasó a percibirse como circular o incluso regresivo. 

La izquierda moderada, heredera de la tradición socialdemócrata, quedó atrapada en una contradicción fatal: administró el deterioro del pacto social que debía encarnar. La derecha moderada, por su parte, preservó la ortodoxia económica, pero renunció a ofrecer un horizonte político inteligible. Ambas confundieron gestión con legitimidad. 

II. Política sin mediaciones: el triunfo de la emoción sobre la razón pública 
Mientras las élites políticas seguían operando bajo el supuesto de una esfera pública racional —en la estela habermasiana—, el espacio político real se desplazaba hacia un terreno radicalmente distinto. Las redes sociales no ampliaron simplemente la conversación pública; la desintermediaron. 

En este nuevo entorno: 

  • la verdad importa menos que la coherencia emocional, 
  • el argumento menos que la identificación, 
  • el programa menos que el relato. 

La política se reconfigura así como un conflicto de afectos primarios: miedo, agravio, nostalgia, resentimiento. No es casual que los movimientos radicales —a derecha e izquierda— prosperen en este ecosistema. Su simplificación del mundo no es un defecto, sino una adaptación funcional. 

La moderación, en cambio, aparece como ambigua, fría, tecnocrática. No porque lo sea necesariamente, sino porque el medio penaliza la complejidad. La derecha moderada, en particular, no ha comprendido que en la política contemporánea quien no ocupa el marco narrativo es expulsado de él. 

III. El universalismo roto: de la política social a la política identitaria 
El desplazamiento del conflicto material al simbólico ha tenido consecuencias profundas. La defensa de las minorías —uno de los logros morales indiscutibles del liberalismo— se ha transformado progresivamente en una política de identidades fragmentadas, desvinculada de un proyecto universalista de justicia social. 

Aquí emerge una de las paradojas más corrosivas de nuestro tiempo: 
  • una política que se concibe a sí misma como emancipadora deja de ser reconocida por las mayorías sociales como propia. 
No se trata de una reacción puramente cultural, como a veces se sugiere con condescendencia, sino de una experiencia material de abandono. Cuando el bienestar se contrae, el simbolismo sin redistribución se percibe como un lujo moral de élites desconectadas. 

IV. El nuevo paradigma: liberalismo o radicalismo 
Todo lo anterior converge en una constatación fundamental: el conflicto político central ya no enfrenta proyectos económicos distintos dentro de un marco compartido, sino concepciones antagónicas del propio marco. 

El eje decisivo hoy no es izquierda–derecha, sino: 
  • democracia liberal pluralista vs radicalismos antiliberales y simplificadores
En este sentido, izquierdas y derechas moderadas no son adversarios estratégicos, sino variantes históricas de un mismo proyecto civilizatorio. Su enfrentamiento ritual beneficia únicamente a quienes buscan la demolición del sistema desde los extremos. 

Carl Schmitt lo entendió antes que muchos demócratas: quien define al enemigo define la política. El error de las fuerzas moderadas ha sido equivocarse de enemigo. 

V. El fin del Estado suficiente 
A esta crisis simbólica se suma una limitación material ineludible. El Estado-nación europeo ha dejado de ser una unidad suficiente de soberanía. No por razones ideológicas, sino por pura aritmética política. 

Ningún Estado europeo mediano puede sostener en solitario: 

  • el envejecimiento demográfico, 
  • la complejidad tecnológica de la sanidad moderna, 
  • la transición energética, 
  • la defensa estratégica, 
  • la competencia geopolítica global. 

La integración europea ya no es una opción normativa; es una condición de posibilidad. Persistir en la ficción de la soberanía nacional plena equivale a prometer bienestar sin escala, una forma sofisticada de engaño político. 

VI. Desestabilización y entropía: el papel de los actores externos 
En este contexto de fragilidad estructural, actores como Rusia no actúan como creadores omnipotentes del caos, sino como aceleradores de entropía. Su proyecto político es incompatible con una Europa unificada y democrática, por lo que su estrategia racional consiste en explotar las fracturas internas existentes. 

Financiación de movimientos antisistema, campañas de desinformación, amplificación de discursos extremos: no se trata de conspiración, sino de guerra política de baja intensidad. El objetivo no es la conversión ideológica, sino la parálisis institucional. 

Figuras como Trump encajan en esta lógica no como agentes obedientes, sino como vectores de deslegitimación, útiles precisamente por su desprecio hacia las mediaciones democráticas. 

VII. Cambiar el campo de juego 
La conclusión se impone con una claridad incómoda: 

seguir discutiendo dentro del marco agotado del Estado-nación y del eje izquierda–derecha es una forma de ceguera histórica. 

Cambiar el campo de juego implica: 

  • reconocer que la democracia liberal es hoy una minoría histórica,
  • asumir que su supervivencia exige escala continental, 
  • y aceptar que las fuerzas moderadas deben actuar como aliados estructurales, no como enemigos existenciales. 
No se trata de una gran coalición táctica, sino de un pacto civilizatorio mínimo. Al otro lado no hay alternancia, sino negación de la pluralidad, del derecho y del tiempo largo.
 


Epílogo: después de Ítaca 
Ítaca ya no es el refugio al que se regresa tras la tormenta. Es una isla expuesta, rodeada de corrientes que no controla. Pretender volver a ella con los mapas del pasado es una ilusión peligrosa. 

La pregunta ya no es qué partido gobernará mañana, sino qué marco político hará posible que siga existiendo algo parecido a la democracia europea. 

Cambiar el campo de juego no es una consigna. 
Es una exigencia histórica.

Por Regreso a Ítaca