Después del fin de la Historia, Moloch despertó
Durante décadas creímos haber dejado atrás lo peor de nosotros mismos. Europa, exhausta tras su propio suicidio, levantó instituciones, reconstruyó ciudades y convirtió el recuerdo del horror en un ejercicio pedagógico. Parecía suficiente. Parecía definitivo. Y, sin embargo, algo quedó sin resolver. No enterrado, sino dormido.
No era un dios antiguo ni una maldición sobrenatural. Era Moloch.
No el ídolo de bronce de los mitos bíblicos, sino la estructura profunda que habita toda sociedad humana: la tendencia a descargar la tensión colectiva mediante la violencia, el sacrificio, la exclusión. Una savia negra, como un río subterráneo, que no desaparece con el progreso, solo cambia de cauce.
La reconstrucción y el silencio
La Europa de posguerra se reconstruyó sobre una paradoja que durante mucho tiempo preferimos no mirar de frente. Como mostró tempranamente Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, el mal radical no surge de monstruos excepcionales, sino de personas normales integradas en sistemas que suspenden la responsabilidad moral.
La desnazificación fue limitada, breve y funcional. No podía ser de otro modo. No había sustitutos para millones de funcionarios, jueces, policías, ingenieros o maestros. Se cambiaron las leyes, pero no se produjo una transformación profunda de las mentalidades. El trauma se encapsuló. El pasado se recordó, pero raramente se interrogó el sustrato humano que lo había hecho posible.
El veneno no se eliminó; se le dio una mano de barniz y se olvidó.
El largo sueño de Moloch
Durante décadas, tres factores mantuvieron a Moloch a raya: prosperidad económica, Guerra Fría y memoria viva del horror. Mientras existió un enemigo exterior claro y el bienestar anestesió el resentimiento, la savia negra no encontró salida.
Entonces llegó 1989.
Cuando Francis Fukuyama, en 1992, proclamó el “fin de la Historia”, no anunció el final de los acontecimientos, sino algo más profundo: la convicción de que la democracia liberal ya no tenía rivales ideológicos de fondo. El conflicto trágico parecía superado. El sistema, por fin, funcionaría solo.
Ese fue el acto de hybris.
No porque Fukuyama alabara la perfección humana, sino porque una civilización que se declara a salvo de sí misma relaja su vigilancia moral. Como advirtió más tarde Tony Judt (Postguerra, 2005), Europa confundió estabilidad con virtud y prosperidad con inmunidad.
Moloch no despertó con estruendo. Simplemente, cuando dejó de ser temido —como Smaug ante el tintineo del oro— abrió su ojo ominoso.
El retorno del veneno
Las crisis de las últimas décadas —económicas, culturales, tecnológicas, demográficas— erosionaron ese equilibrio. La desigualdad volvió a vivirse como humillación. El futuro dejó de ser promesa. La aceleración tecnológica fragmentó identidades y disolvió vínculos. El lenguaje público se degradó. La violencia regresó primero como símbolo, luego como tentación.
No asistimos al nacimiento de algo nuevo, sino al retorno de lo oculto, como diría Freud. En palabras de Enzo Traverso, vivimos una “melancolía de izquierdas” y, cabría añadir, una melancolía civilizatoria, incapaz de elaborar sus derrotas (Melancolía de la izquierda, 2016).
Los creyentes del Ragnarök
Pero hay algo aún más inquietante. Siempre ha existido, en los márgenes —y a veces en el núcleo— de las sociedades humanas, una minoría que no cree en la posibilidad misma de salvación. Para ellos, el mundo está irremediablemente corrompido. No hay reforma posible. No hay Ítaca a la que regresar.
En el siglo XX, muchos de quienes formaron el núcleo ideológico más duro del nazismo —y de manera especialmente significativa las SS— compartían esta visión. No creían en un futuro habitable. Creían en el Ragnarök.
No como mito literal, sino como estructura mental:
- la destrucción como purificación,
- el colapso como destino,
- el sacrificio como sentido.
Como ha mostrado George L. Mosse, una parte esencial del imaginario nazi fue estético y nihilista, más preocupado por la muerte heroica que por la construcción de un orden viable (La nacionalización de las masas: simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las Guerras Napoleónicas al Tercer Reich, 2005). La violencia no era un medio; era una forma de coherencia existencial.
Este nihilismo activo no desapareció en 1945. Fue derrotado militarmente, pero no exorcizado. Se replegó, mutó, aprendió nuevos lenguajes. Hoy reaparece no con uniformes, sino con cinismo, con discursos de decadencia irreversible, con la convicción de que todo intento de contención es ingenuo.
Son los portadores de la savia negra.
Moloch y el sacrificio
Aquí resulta inevitable recurrir a René Girard. En La violencia y lo sagrado, Girard explicó que las sociedades humanas canalizan su violencia interna mediante el sacrificio de un chivo expiatorio. El sacrificio restaura momentáneamente el orden, pero no resuelve la causa del conflicto. Por eso el ciclo se repite.
Moloch no es un dios externo. Es ese mecanismo.
Cuando el clima moral se degrada lo suficiente, la violencia deja de percibirse como tragedia y se presenta como necesidad histórica, como realismo, incluso como virtud. El sacrificio ya no se vive como culpa, sino como coherencia.
Entonces el suicidio colectivo se vuelve pensable.
Ítaca no es la victoria
Y, sin embargo, hay esperanza.
No una esperanza ingenua ni luminosa. No la promesa de que todo saldrá bien. Sino una esperanza trágica, consciente de los límites humanos.
Ítaca no es el final del viaje. Es el lugar al que se vuelve para recordar quiénes somos y de qué somos capaces. No representa la pureza, sino la imperfección contenida. No la redención, sino la responsabilidad. No la eliminación de Moloch, sino su encadenamiento, siempre provisional.
Salir del lío en el que estamos va a ser difícil. Exigirá memoria incómoda, vigilancia constante, instituciones fuertes, límites claros y un lenguaje que vuelva a atreverse a hablar de mal, culpa y contención. Exigirá aceptar que no hay victorias definitivas, que la Historia no termina y que la barbarie nunca queda atrás del todo.
Como escribió Karl Jaspers tras la guerra, la culpa no se supera negándola, sino asumiéndola como condición de la libertad futura (La cuestión de la culpa, 1998).
La esperanza existe.
Pero no es gratuita.
Consiste en negarse a creer que todo deba arder, incluso sabiendo que el fuego nunca desaparece del todo.
Por Regreso a Ítaca
