El mazo de Darwin: cómo las malas decisiones ponen a cada uno en su sitio
Vivimos en la era de la información, pero también en la era de la disonancia cognitiva, donde cualquier afirmación, por disparatada que sea, puede encontrar eco en las redes, foros y burbujas digitales que han sustituido el razonamiento por la pertenencia tribal. En este escenario, el pensamiento mágico ha dejado de ser una excentricidad para convertirse en un peligro social.
La metáfora del "mazo de Darwin" —expresión tan cruda como justa— resume con contundencia una de las grandes paradojas de la modernidad: las sociedades que no toman medidas contra la estupidez organizada pagan su precio en vidas, cohesión y futuro. Ya no se trata solo de individuos que creen que la Tierra es plana o que los virus se curan con infusiones de jengibre. El problema es el impacto acumulativo de esas creencias cuando alcanzan masa crítica.
La superstición como síntoma social
Los antivacunas, los terraplanistas, los adoradores de terapias "cuánticas" sin física detrás no son simples extravagancias: son síntomas de una crisis más profunda. Lo que está en juego no es solo la ciencia, sino la racionalidad como columna vertebral de la convivencia. Estas personas no desafían únicamente el conocimiento acumulado, sino los consensos que nos permiten vivir juntos sin anclarnos en el oscurantismo.
Existe un componente libertario mal entendido en este rechazo a la evidencia: "tengo derecho a creer lo que quiera", "nadie me va a imponer una vacuna", "mi verdad es tan válida como la tuya". Este culto al yo —alimentado por décadas de relativismo posmoderno y algoritmos que premian la emoción sobre la verdad— ha desdibujado la diferencia entre opinión y conocimiento.
Decisiones personales, consecuencias colectivas
Durante la pandemia, el precio de estas creencias quedó al desnudo. Personas jóvenes y sanas fallecieron porque se negaron a vacunarse. Familias enteras contagiaron a los más vulnerables por confiar en supuestos "expertos" de Telegram en lugar de en la comunidad científica internacional.
Lo más grave es que estas decisiones, aunque se escuden en la "libertad individual", tienen consecuencias públicas. La salud es un bien común, y quienes niegan las vacunas no solo se arriesgan a sí mismos: arrastran consigo a inocentes, colapsan los sistemas sanitarios y erosionan la confianza social.
Aquí entra en escena el mazo de Darwin: el principio brutal pero implacable de la selección natural. Las malas decisiones, cuando se repiten y se sostienen en el tiempo, acaban dejando su huella. No hay justicia poética en el sufrimiento de un padre que pierde a su hijo por seguir consejos de un curandero de YouTube, pero hay una lógica innegable: las creencias sin fundamento tienen consecuencias reales, y esas consecuencias seleccionan.
Sociedades inmunizadas contra la estupidez
La pregunta clave no es si las personas tienen derecho a creer en lo que quieran —por supuesto que sí—, sino si la sociedad tiene derecho, e incluso el deber, de protegerse frente a la proliferación de creencias destructivas. Porque lo que está en juego no es la libertad de pensamiento, sino la supervivencia de una cultura que ha hecho de la evidencia, la crítica y el conocimiento sus pilares fundamentales.
Algunos países, pocos lamentablemente, han logrado contener el impacto de estas corrientes gracias a sistemas educativos robustos, medios de comunicación responsables y una cultura cívica sólida. Otros muchos, en cambio, parecen condenados a que el darwinismo actúe a martillazos: a que cada generación pierda parte de sus miembros por aferrarse a supersticiones que ya deberían haber sido desterradas del imaginario colectivo.
Una pedagogía de la lucidez
No basta con ridiculizar a los crédulos, aunque a veces la tentación sea grande. El desafío es más profundo: se trata de reconstruir el tejido de la racionalidad pública. De volver a educar en el pensamiento crítico. De desactivar el narcisismo epistémico que lleva a cualquier ignorante con buena dicción a creerse Galileo reencarnado. De exigir responsabilidad a quienes propagan mentiras revestidas de ciencia.
Porque si no lo hacemos, el mazo de Darwin no será solo una anécdota cruel: será el nuevo árbitro de nuestras decisiones colectivas.
