El precio de la libertad
La libertad suele celebrarse como un valor supremo, pero pocas veces se reconoce el precio que implica sostenerla. No se trata solo de los sacrificios heroicos en guerras y revoluciones, sino del esfuerzo cotidiano que exige a cada ciudadano y a cada sociedad. La libertad es un terreno en disputa: frágil, incómodo, exigente. Y, sin embargo, es en esa incomodidad donde se juega la dignidad de la vida humana.
En la Europa del siglo XXI, la tensión entre libertad y orden vuelve a ser visible. Regímenes como el de Vladimir Putin en Rusia, el de Recep Tayyip Erdoğan en Turquía o el modelo “iliberal” de Viktor Orbán en Hungría encuentran su legitimidad en la promesa de orden, eficacia y estabilidad. No ofrecen participación real ni deliberación abierta, pero sí seguridad frente a amenazas internas o externas, reales o imaginadas. Como observó Hannah Arendt, la atracción del autoritarismo reside en la ilusión de eliminar la incertidumbre. En sociedades cansadas de crisis, esa promesa cala con fuerza.
Aquí aparece el problema de la fatiga democrática. No basta con decir que la ciudadanía se siente atraída por el orden autoritario porque está agotada: hay causas estructurales detrás. Las democracias occidentales enfrentan desigualdades persistentes, una polarización política que erosiona la confianza entre adversarios y una pérdida creciente de fe en las instituciones. Como ha señalado Yascha Mounk, la legitimidad democrática se resquebraja cuando amplios sectores sociales perciben que el sistema ya no garantiza movilidad social ni justicia. En ese contexto, el autoritarismo se presenta como un atajo seductor: no promete libertad, pero sí eficacia inmediata.
Sin embargo, la eficacia de estos regímenes sigue siendo frágil. La guerra en Ucrania ha mostrado las debilidades de la Rusia de Putin; Turquía revela periódicamente los límites de un sistema excesivamente personalista; Hungría depende más que nunca de los fondos europeos que critica. Los sistemas autoritarios proyectan fuerza hacia afuera, pero son vulnerables a crisis sucesorias, choques externos o simples fracturas internas.
En contraste, las democracias poseen una fortaleza menos visible: la posibilidad de debatir, corregir y adaptarse. La Unión Europea lo ha mostrado en parte al superar el Brexit, responder a la pandemia con mecanismos comunes y articular sanciones y apoyo militar frente a la agresión rusa. Pero sería ingenuo olvidar las sombras: la crisis migratoria de 2015 dejó heridas profundas, con un reparto de responsabilidades fallido que alimentó populismos y fracturas internas; el déficit democrático de las instituciones comunitarias sigue siendo un tema recurrente; y la desafección ciudadana frente a “Bruselas” alimenta tanto la apatía como el voto antisistema.
El precio de la libertad, por tanto, no consiste solo en recordar sus virtudes frente al autoritarismo. Implica también reconocer sus fragilidades internas y trabajar en ellas. La democracia exige más que resistencia: necesita renovación. Porque si la desigualdad, la polarización y la desconfianza no se abordan, la tentación del orden impuesto volverá una y otra vez a presentarse como alternativa.
El dilema entre orden y libertad se repite en la historia: cuando el orden se convierte en jaula, la libertad resurge como deseo irrenunciable; cuando la libertad florece, siempre existe la tentación de sacrificarla en nombre de la seguridad. El reto europeo de nuestro tiempo consiste en no olvidar que la libertad tiene un precio, y que pagarlo implica no solo defenderse de los autócratas, sino también reconstruir las bases de confianza y legitimidad dentro de nuestras propias democracias.
