Los dos paradigmas y el espejismo moral de nuestro tiempo
Por qué el debate sobre la naturaleza humana es la clave política y tecnológica del siglo XXI.
Vivimos en una época que ha sustituido la religión por la psicología y la política por la moral. Ya no discutimos ideas, sino virtudes. No debatimos sobre lo que funciona, o cómo gestionar la convivencia, sino sobre quién tiene razón moral. Detrás de esta deriva se esconden dos paradigmas que moldean nuestra forma de entender al ser humano y, con ella, toda nuestra vida social.
Para unos, el ser humano es fundamentalmente bueno. Las injusticias y los males del mundo serían el resultado de sistemas corruptos, estructuras de poder o entornos opresivos. Si se eliminan las causas externas —la desigualdad, la pobreza, la falta de reconocimiento—, la bondad natural del individuo emergerá. Este paradigma se refleja hoy en el discurso del progresismo emocional, que confía en que la empatía y la conciencia social bastan para corregir el mal. Las redes sociales han amplificado esta visión, transformando la indignación moral en una forma de activismo instantáneo: basta con denunciar para redimir.
Para otros, en cambio, el ser humano es fundamentalmente malo. Lo que se necesita no es comprensión, sino control. La ley, la tradición y la autoridad serían los únicos diques frente al caos moral. Este paradigma alimenta el neorreaccionarismo que crece en las sociedades contemporáneas, donde la inseguridad y el miedo al desorden impulsan la demanda de líderes fuertes, fronteras cerradas y discursos de restauración moral.
Ambas visiones son irreconciliables, y ambas son erróneas. No porque estén completamente equivocadas, sino porque son unilaterales. En su pureza moral, cada una produce su propia caricatura: la sociedad terapéutica, que intenta curarlo todo con empatía, y la sociedad punitiva, que pretende resolverlo todo con castigo.
La verdad incómoda es que la naturaleza humana no es moralmente pura ni corrupta por esencia. Es ambigua, contradictoria, plástica. Las circunstancias pueden hacer emerger lo mejor o lo peor, pero el germen de ambos habita siempre en nosotros. El mal no es solo sistémico ni solo individual: es una posibilidad constante de la libertad.
Nuestro tiempo oscila entre dos extremos: la fe ingenua en la bondad espontánea del individuo y la desconfianza paranoica que exige vigilancia permanente. En esa oscilación se desangran las democracias, incapaces de combinar confianza y límite, comprensión y responsabilidad; y medran las autocracias que, como trileros sin escrúpulos, ofrecen con su simplificación falaz soluciones milagrosas.
Quizá el desafío actual no sea decidir si el hombre es bueno o malo, sino reaprender la complejidad moral. Aceptar que el bien no brota de la ingenuidad ni el orden de la represión. Comprender que la civilización no se construye sobre certezas morales absolutas, sino sobre el reconocimiento de nuestra propia ambivalencia.
Solo desde esa conciencia podremos empezar a reconciliar la libertad con el orden, la compasión con la justicia, y la humanidad con el realismo.
Hoy, más que nunca, no podemos permitirnos errar el diagnóstico. La tecnología ha multiplicado el poder del ser humano sobre sí mismo y sobre el mundo. Ofrece posibilidades de control o de descontrol como nunca antes: con capacidad de escala en tiempo récord y con un potencial de contagio —moral, político o informativo— de alcance pandémico. Un error en la comprensión de lo humano puede traducirse en una distopía irreversible, donde la vigilancia total o el caos absoluto se impongan como destinos inevitables.
Por eso urge pensar con lucidez: antes de diseñar el futuro, debemos entender de qué está hecho el ser que lo construye.
Regreso a Ítaca
