Europa ante el fantasma de Darwin: multiculturalismo sin soberanía
I. El laboratorio europeo
Europa fue el lugar donde nació el Estado-nación moderno y es hoy el escenario donde ese mismo modelo se disuelve. Las ciudades europeas se han convertido en archipiélagos culturales interconectados por lenguas, religiones y códigos morales diversos. Sin embargo, las leyes que rigen ese mosaico siguen ancladas en un tiempo en el que la nación y la cultura coincidían.
El resultado es una paradoja: convivimos en sociedades multiculturales gobernadas por instituciones monoculturales. Las constituciones, los códigos civiles, los sistemas educativos y los símbolos del Estado fueron concebidos para crear cohesión en torno a un relato nacional; no para gestionar la coexistencia de relatos múltiples.
Europa, pionera en universalismo jurídico, se enfrenta ahora a la imposibilidad práctica de sostenerlo. Cada Estado miembro interpreta la diversidad según su tradición: Francia insiste en la laicidad republicana; Alemania confía en la integración laboral; los países del Este invocan la homogeneidad étnica como defensa de su identidad.
Mientras tanto, la Unión Europea observa, sin autoridad moral ni política suficiente, la descomposición del modelo que pretendía superar.
Europa se ha vuelto posnacional antes de ser postnacional: ha perdido los mecanismos de cohesión sin haber hallado una nueva legitimidad.
II. El vacío simbólico y la ausencia de soberanía
La Unión Europea representa el intento más ambicioso de superar el nacionalismo mediante la ley. Pero su éxito económico y normativo descansa sobre un vacío simbólico: no existe un demos europeo, sino una agregación de electorados nacionales.
Habermas lo advirtió hace décadas: sin una esfera pública compartida, la democracia continental no puede consolidarse. Y sin democracia efectiva, el derecho carece de alma.
La fragmentación de la soberanía europea es triple:
- Política, porque Bruselas carece de un poder ejecutivo legítimo ante los ciudadanos.
- Jurídica, porque los Estados siguen siendo los intérpretes finales de los valores comunes.
- Cultural, porque no hay un imaginario europeo capaz de sustituir los viejos mitos nacionales.
En ese vacío, florecen los populismos, las identidades cerradas y la nostalgia del Estado fuerte. Europa se descubre, como escribió Zygmunt Bauman, “líquida”: sin contornos estables, vulnerable a la incertidumbre global.
III. El fantasma de Darwin
El “fantasma de Darwin” recorre Europa no como biología, sino como sociología.
Se manifiesta en la convicción inconsciente de que, en la convivencia multicultural, alguien debe imponerse. Que la supervivencia cultural exige jerarquía. Que la tolerancia tiene límites “naturales”.
El darwinismo social, disfrazado de sentido común, reaparece en discursos sobre mérito, competencia o integración. Se tolera la diferencia mientras no cuestione el núcleo de poder simbólico de la mayoría.
Así, la diversidad se celebra en los festivales, pero se sospecha en las urnas.
Y la ley —supuestamente neutral— reproduce sin querer la asimetría de origen: protege a todos por igual, pero beneficia más a quienes ya están dentro del círculo de reconocimiento.
La política multicultural europea oscila entonces entre dos extremos:
- La tolerancia ingenua, que erosiona el sentido de pertenencia.
- La reacción identitaria, que promete orden a costa de exclusión.
Ambas respuestas alimentan el miedo: el combustible predilecto del fantasma.
IV. Multiculturalismo sin soberanía
Europa intenta gobernar la globalización con herramientas pensadas para el Estado-nación.
Las fronteras se difuminan, pero la ciudadanía sigue encerrada en ellas.
El capital y los datos circulan libremente; los derechos, no.
Las decisiones que afectan a millones de europeos se toman en instituciones que no pueden representar a todos porque aún no existe un pueblo europeo.
En ese contexto, el multiculturalismo se convierte en una carga simbólica: cada crisis migratoria reabre la pregunta de quién pertenece, quién paga, quién decide.
Y el darwinismo social reaparece bajo nuevas máscaras: competitividad económica, meritocracia, soberanía cultural.
Europa es multicultural por necesidad, pero sigue siendo monocultural en su gramática política.
Sin un marco político global —ni siquiera continental— capaz de equilibrar los flujos de personas, bienes e ideas, la diversidad se percibe como amenaza, no como oportunidad.
De ahí el auge de los discursos iliberales, el repliegue identitario y la melancolía nacional. Europa duda porque carece de un principio integrador superior a la mera supervivencia económica.
V. Una nueva ciudadanía para un mundo plural
Domesticar al fantasma de Darwin implica redefinir el contrato social.
Ya no puede basarse en la homogeneidad, sino en la conciencia compartida de la diferencia.
No en la pertenencia étnica o religiosa, sino en la voluntad de coexistir bajo reglas mínimas: igualdad de derechos, libertad de conciencia y respeto a la autonomía individual.
Eso exige una soberanía compartida real —en migración, defensa, educación e información— y una ética cívica europea que reconozca la diversidad como valor fundacional.
Europa necesita construir una narrativa no de pureza, sino de mezcla; un relato en el que la pluralidad no sea un problema que resolver, sino el dato de partida sobre el que construir comunidad.
Sloterdijk lo formuló con ironía: “Europa no necesita fronteras más altas, sino techos más amplios”.
Esa metáfora resume la tarea pendiente: edificar un espacio político donde muchas casas puedan compartir el mismo cielo.
VI. Derechos que exigen compromiso
Europa ha hecho del derecho su religión civil. Pero toda religión, incluso la laica, necesita creyentes que la sostengan.
La expansión de los derechos humanos tras la Segunda Guerra Mundial fue la mayor conquista moral de la historia europea, pero también una promesa: que la libertad, la igualdad y la dignidad serían universales.
Esa promesa solo puede mantenerse si quienes llegan a beneficiarse de ella asumen que implica un compromiso ético recíproco.
Los derechos europeos no son simples prestaciones: son frutos de siglos de pensamiento crítico, de revoluciones y de luchas contra el absolutismo, el racismo y la teocracia.
No pueden convertirse en meras ventajas de residencia.
Quien busca refugio o prosperidad en Europa debe comprender que acoge un legado de responsabilidad moral, no solo un espacio de oportunidades.
Amartya Sen ha recordado que el desarrollo no es un fenómeno técnico, sino una expansión de las capacidades humanas.
Y esas capacidades solo florecen en un entorno de igualdad de género, libertad de conciencia y respeto al individuo.
Tolerar prácticas que niegan esos valores —por tradición, costumbre o religión— no es multiculturalismo: es renunciar a la civilización que los hizo posibles.
VII. El falso respeto a la diferencia
En nombre del respeto cultural, Europa ha tolerado comportamientos que vulneran su propio fundamento ético:
- matrimonios forzados,
- mutilaciones femeninas,
- subordinación de la mujer,
- rechazo a la libertad sexual o religiosa.
Aceptar esas prácticas equivale a importar los códigos que condenaron a tantas sociedades al estancamiento: jerarquías cerradas, desprecio por la educación de las mujeres, negación de la libertad crítica.
Europa no debe permitir que la compasión erosione la justicia.
La empatía hacia el migrante no implica la abdicación del principio de igualdad.
El respeto a la diferencia solo es legítimo cuando esa diferencia no niega la dignidad de otro ser humano.
Hannah Arendt lo formuló con claridad: “El derecho a tener derechos” es la base de toda convivencia; pero quien niega esos derechos a los demás renuncia, en cierto modo, a ejercerlos plenamente.
VIII. La ética de la reciprocidad
El multiculturalismo sostenible requiere una pedagogía de la reciprocidad:
- no basta con proteger la diversidad; hay que educar en el respeto al marco que la protege
- no basta con ofrecer derechos; hay que exigir adhesión a los valores que los fundamentan.
Ese compromiso no se impone por decreto, sino que se cultiva a través de la educación cívica, el conocimiento de la historia europea y la participación activa en la vida democrática.
No se trata de asimilación cultural, sino de adhesión ética: de entender que la libertad de unos depende del reconocimiento mutuo entre todos.
Europa, si quiere sobrevivir, deberá afirmar sin complejos que su modelo de convivencia no es negociable: que el pluralismo no es relativismo y que la tolerancia no puede amparar la intolerancia.
IX. Epílogo: el futuro de la convivencia
Quizá el destino de Europa sea el de ser la primera civilización que intenta institucionalizar la diferencia.
No integrarla por asimilación ni disolverla en relativismo, sino ordenarla en un marco común de responsabilidad.
El viejo continente se juega algo más que su estabilidad política: se juega la posibilidad de demostrar que la diversidad puede ser principio de orden, no de caos.
Porque si Europa fracasa, el fantasma de Darwin —la ley del más fuerte cultural— volverá a recorrer el mundo con el mismo rostro que ya conocimos en el siglo XX.
Pero si Europa acierta, si logra reinventar el contrato social desde la pluralidad, quizá consiga lo que ninguna civilización anterior alcanzó: una comunidad de extraños unidos por la conciencia de su interdependencia.
